sábado, 5 de diciembre de 2009

Simba





Saltando al ritmo de los baches, en la parte trasera de un viejo camión, en el que viajaba con un grupo de muzungus a través de Kenia y Tanzania, nos aproximábamos a la puerta Oeste del parque nacional del Serengeti, después de varios días recorriendo uno de los espacios naturales más increíbles del mundo.

Inmersa en los cielos de Siringet, o ¨la llanura infinita¨, como llamaron los masais a este territorio, mis sentidos se encontraban llenos de luz y belleza. La visión de miles de ñues moviéndose al unísono, recorriendo distancias enormes, desde el Masai Mara en Kenia, en busca de las primeras briznas de hierba que comenzaban a surgir en Serengeti con las primeras lluvias de Octubre, permanecía aún en mis ojos.

La adrenalina corría aún por mi sangre: guepardos a la carrera, leonas con sus crías, cebras, gacelas, leopardos con sus presas colgadas en los árboles, elefantes, rinocerontes....todos tan cerca que parecía que pudieses tocarlos. Más de tres mil kilómetros cuadrados conteniendo la mayor concentración de mamíferos de todo el mundo.

De repente, apenas a 10 km de la salida Oeste del parque, el camión comenzó a traquetear más de lo normal, y tras un ruido sordo, se detuvo en seco. Una enorme nube negra inundó el aire.

Hassan, el conductor, miró hacia nosotros, negando con la cabeza y señalando un lugar a su izquierda: ¨Simba, simba¨. En efecto, una enorme leona descansaba tranquilamente entre unos matorrales a menos de 10 metros del camión. Esperamos un buen rato hasta que se desperezó y levantó sin ninguna prisa, alejándose poco a poco, hasta convertirse en un lejano punto en el horizonte.

En ese momento, Hassan salió de la cabina, y tras extender en el suelo sus herramientas, se puso a hurgar en el motor. Trabajó rápido, eficientemente, y como es habitual en África, compensando la falta de repuestos con su destreza y los materiales que tenía a mano. En la parte de arriba del camión, varias personas observaban 360 grados de horizonte con sus prismáticos.

Una vez terminado su trabajo, Hassan se metió a la cabina, y consiguió arrancar el motor. Sin más, continuamos viaje hacia el cráter del Ngorongoro, donde pensábamos pasar la noche.

El miedo de cualquier africano a los animales salvajes de su entorno es proporcional a su incompresión de esa fascinación que tenemos los blancos por esos mismos animales. Siglos de muertes y desgracias han dejado una clara huella en su cosmovisión, y quién sabe si incluso en su código genético. Pensé de nuevo en como aquí arriesgar la vida por un pequeño salario que te permita tan sólo salir adelante es moneda más que corriente.